jueves, 24 de septiembre de 2009

Cecilia... los ojos rojos

El sueño había sido brumoso, premonitorio; esos que te hacen levantar con el seño fruncido; esos que no sabés si son proyecciones del futuro o juegos de duendes enfermos.
Se levantó con el aliento seco. En la pesadilla recordaba roncos chillidos que salían de su cueva kármica y se enredaban como raíces en su garganta para salir raspando con furia maligna. Sacudió su cabeza como un perro sacude sus pulgas, sin suerte, los pensamientos fúnebres estaban, la sensación de ahogo aún más.
Tomó un colectivo sudado por el sopor de los trabajadores, obreros y esclavos con grillos blancos que ansiaban la libertad del azar, que nunca llegaba. La máquina expendedora de boletos no funcionaba, el conductor era una masa de torta fritas mal mezclada y sin forma que emanaba un aliento espeso de quejas cada vez que los pasajeros sin rostros le reclamaban el boleto.
Mal día, pensó. Estaba convencida que los primeros momentos de la mañana eran un claro reflejo de lo que sería el resto de las horas del día. El conductor grasiento discute con otro de desdibujado semblante, el olor al enojo... ella puede sentirlo y le produce malestar. De pronto un transeúnte, como un fantasma azul, cruza la calle; ella lo ve y mira sus ojos rojos, camina descalzo al ras del asfalto intenta desvanecerse en la multitud con tan mala suerte que choca con una mujer... ella la ve y ve... a Cecilia.
-¡Cecilia!- dijo y se le cortó la voz... el colectivero intenta esquivarlo. Todos los pasajeros caen hacia la derecha como un colchón humano sin resortes. Papeles de oficina asqueados de estar en el maletín salen en franca libertad como si estuvieran en una cancha de fútbol; un frasco de mermelada casera se derrama por el piso sucio llenándolo de vidrios y un aroma a duraznos frescos; una mujer balbucea tratando de atrapar las palabras que salían sin forma porque su dentadura postiza había escapado con furia mezclándose con la mermelada los vidrios y los papeles. Ella, que iba parada desprendió las manos de la baranda por efecto del frenado, por la mirada del fantasma, por el rostro de esa mujer... era Cecilia... estaba shockeada ... y casi llora ;ella que no se permitía ese lujo...casi llora... “¿Cómo va a ser Cecilia?”-se dijo susurrando. Cecilia vive en Paraná. Está felizmente casada y además espera una hermosa niña a quien llamará Florencia.
Mal día volvió a pensar.
Llegó a la casa del alumno, sin ganas, casi ausente. Dictó su clase sin placer y en forma lineal. Volvió a su casa con la sensación de una placa negra en el centro del pecho. Sensación absurda que aparecía en forma caprichosa.
Colocó la llave en la puerta de entrada. No abría. Cerró los ojos para no putear, movió la lengua, tragó saliva y se mordió el labio inferior. La puerta se abrió. Se introdujo despacio en el pasillo de la propiedad horizontal, caminó mirando las baldosas sucias y viejas. Sin saber cómo ya estaba dentro de su casa. Una paloma negra picoteaba unos restos de pan en el patio interno por el cual debía pasar para llegar a su habitación. Solía dejar restos de migajas para que los habitantes del cielo bajaran y saciaran su hambre; ella sabía lo que era el hambre. Gorriones, palomas y hasta calandrias visitaban el lugar húmedo y gastado ;alegrando, a veces, sus mañanas. Pero ese ave negra era la primera vez que venía y supuso un funesto presagio. Chasqueó la lengua y largó la primera puteada que tenía atragantada desde el comienzo del día. El bicho se asustó y con un sonido cortó el aire y con sus alas buscó altura pero antes la miró en forma siniestra... reconoció los ojos, los mismos ojos rojos. Ella revoleo su cartera y volvió a putearla con ganas, con furia y un escalofrío le recorrió todas las vértebras de la espalda.
Entró a su habitación, con el pié pesado. Se sacó los zapatos y se despojó de la ropa que cayó desvanecida y sin vida en el sillón. La luz roja del contestador titilaba. Había dos mensajes. Apretó el botón. El primer mensaje no tenía sonido, ni siquiera una respiración, solo un profundo silencio que se sumergía cien metros bajo tierra, ella largó un suspiro seco. El segundo mensaje era una voz extraña que arañaba desesperación, quejido silencioso de lo absurdo y fatal. Era su hermana, pudo distinguirla.
El mensaje entre sollozos trataba de explicar lo inexplicable. Cecilia, su amiga de la infancia, su hermana por elección había muerto en un trágico accidente automovilístico. La niña que llevaba en su vientre no había querido abandonarla, su marido tampoco.
Quedó transformada en estatua. Sin respirar, sin moverse, sin sentir. Escultura perfecta, como la que siempre quería lograr cuando jugaba con Cecilia en el patio de su casa y nunca podía. El tiempo como un golpe de viento extraño la transportó a la risa lejana y liviana de Cecilia; aquella burlona que sentía cuando quería ser la estatua perfecta pero los músculos comenzaban a temblar desobedeciendo, como si tuvieran vida propia y debía aflojar el cuerpo para evitar contracturarse. Mientras Cecilia lanzaba sus risotadas aullantes de rosadas alegrías.
Estatua helada sin juego era ella ahora.
Corrió como pudo hacia ningún lugar. La casa era una ratonera sin trampa que carcajeaba al verla. Llegó no supo cómo al espejo del baño. Fijó sus ojos vidriosos, sin texto. Miró sus pupilas, pasillos negros sin fin.
Trató de encontrar. Quería ver si aún estaba viva; si la muerta era ella. Deseó buscar a Cecilia y donarle su vida a través de sus ojos. Darle vida a la estatua perfecta en la que se había convertido dentro de un cajón con flores.
Los músculos tiesos.
Labios secos, morados, sin risa.
La estatua perfecta; había ganado el juego.
Nada más perfecto.
Nada más absurdo.

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